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El poeta asesino

El poeta asesino

historia siglo xix May 16, 2025

A Pedro Francisco Lacenaire se le presentó la muerte muy temprano en la vida. Se le cruzó de repente cuando caminaba con su padre por las calles de Lyon hacia 1803, en esos años en los que rodaban por Francia las cabezas de todo aquel que se descuidara. Siendo ya un niño vivaz e inteligente, se encontró de frente con Madame Guillotina, aquella despiadada que se erguía insolente en el centro de la plaza Terreaux.

En ese momento, el pequeño Pedro Francisco se enteró de que los años de la Revolución Francesa estaban manchados de sangre, la sangre que clamaban las muchedumbres.Aunque no era un niño particularmente travieso, a su padre no se le ocurrió una mejor idea que decirle que, de seguir desobedeciéndole, él terminaría también arrodillado ante esa máquina de hierro y madera. Pero lejos de asustarse con el ruido de la cuchilla cercenando la carne humana, Pedro Francisco la encontró fascinante: una seductora que buscaría el resto de su vida. Como años después escribiría en prisión, preguntándose:

“¿Cómo morir? ¿En el agua? No, uno debe sufrir mucho. ¿Con veneno? No quiero que la gente me vea sufrir. ¿El hierro? Sí, esa debe ser la muerte más bella. Desde entonces, mi vida se volvió un largo suicidio. En vez de la cuchilla de afeitar, opté por la gran hacha de la Guillotina. Pero quería que todo eso fuera una venganza. La sociedad tendrá mi sangre, entonces yo tendré la sangre de la sociedad”.

Su familia lo quería ver progresar en la vida y convertirse en una persona respetable, pero sus planes eran otros. Pronto abandonó la secundaria y se dedicó a deambular por las calles pateando piedras y buscando pleitos. Pero algo más le sucedía por dentro, porque parece ser que alguna suerte de espíritu artístico dominaba sus cabales, hacía que su mano escribiese poesías de improbable éxito.

No fue sino hasta que decidió abandonar su ciudad natal y partir a París que su vida comenzó a cambiar verdaderamente. En la capital se dedicó a falsificar documentos y a hacer pequeñas estafas bajo más de 20 seudónimos, pero pronto tuvo que buscar otros recursos para ganarse el pan de cada día. Así que, además de sus delitos, vendía lo que escribía en sus momentos de “ocio”. Sin embargo, nada le bastaba, necesitaba sacar esa ira que tenía por dentro, así que comenzó a buscar la manera de liberarla y lograr que la sociedad lo castigara.

La primera vez que mató a alguien fue por medio de un duelo, pero en ese entonces los duelos no eran considerados crímenes, por lo que nunca lo juzgaron. Decepcionado por la frialdad del sistema, decidió llamar la atención de otra manera: robando una carroza y dejándose capturar. Fue así como pasó su primer año en prisión, en donde conoció a los dos secuaces que le ayudarían en sus futuros crímenes. Uno de ellos, que apodaban la “Tía Magdalena” tenía el hábito de disfrazarse de párroco para venderle a los creyentes objetos religiosos que robaba en las iglesias.

Pero para nuestro Lacenaire la gracia del crimen no solo estaba en dedicarse al robo, sino que tenía la firme convicción de que sus víctimas debían ser acalladas sistemáticamente. Sí, las mataba a sabiendas de que algún día lo atraparían y terminaría en esa misma tarima de hierro y madera que vio cuando pequeño. El día llegó, finalmente, cuando uno de sus cómplices cayó en una redada de la policía y, para salvar su pellejo, denunció los crímenes que había visto cometer a Lacenaire. Fue el 2 de febrero de 1835, en el instante en el que unos policías descubrieron que no solo habían arrestado a un falsificador llamado Jacobo Levy, sino que ese mismo personaje era un peligroso asesino de apellido Lacenaire.

Ese mismo año comenzó el juicio del poeta asesino, un juicio que fascinó a París. Todos querían ver cómo era ese personaje que publicaba versos de día y asesinaba de noche. El frenesí hizo que las audiencias se convirtieron en un verdadero espectáculo al que había que hacer fila para asistir. Lacenaire consiguió, en últimas, lo que quería: una muerte en medio de la fama. La extrañeza de este personaje era tal que cuando explicaba alguno de sus crímenes se ponía de pie y, haciendo toda una pantomima, describía con las más delicadas palabras, con los más dulces versos, cómo había clavado los cuchillos en la piel de sus víctimas, cómo reposaban los cadáveres en el suelo. La gente no sabía si aplaudir u horrorizarse.

El asesino era un maestro. Los jueces seguían su juego, la sociedad no hablaba de otra cosa que de su personalidad y él, sabiéndose el centro de atención, dormía cuando no hablaba y jugaba al Cicerón cuando llegaba el momento oportuno. Así lo quería Lacenaire, que a falta de volverse un escritor famoso en vida, estaba consiguiendo una celebridad póstuma. Y hoy seguimos hablando de él.

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